martes, 15 de mayo de 2012

I AMERICA DEL SUR

América del sur

En 1527, los españoles venidos de Panamá por el Pacífico descubren en Túmbez el imperio incaico. Cuatro años después inician la conquista del Perú, que va a ser aún más sangrienta que la de México, pues los españoles no sólo van a luchar con los indios, sino también entre ellos. Conquista muy dura, puesto que hay que salvar montañas entre las más altas de la tierra, explorar inmensos ríos, dominar llanuras y selvas infinitas.
El paso de los religiosos se produce en condiciones muy diferentes a las que habían tenido lugar en América Central. Si bien los primeros franciscanos de México tenían por guía a un flamenco, puede decirse que, en la masa, los que construyeron traían un ideal de forma típicamente hispano. En cambio, desde el principio y durante tres siglos en América del Sur, los frailes constructores en una gran proporción no fueron sólo españoles sino flamencos, alemanes, tiroleses, portugueses e italianos.
No hay que hacerse ilusiones: no se da un siglo XVI sudamericano comparable al que ya se ha visto en México. Quedan, yendo de Norte a Sur, la catedral de Tunja (Colombia); la catedral, San Francisco, Santo Domingo, San Agustín y La Merced, en Quito; las ruinas de las iglesias de Saña y Guadalupe en la costa al norte de Lima; la primera y modesta versión de las iglesias del lago Titicaca; las dos de Santa Clara, en Ayacucho y el Cuzco, respectivamente, y las tres de San Francisco en el Cuzco, Sucre y Potosí.
Muchas de estas iglesias poseen o poseyeron cubiertas en bóveda de crucería, artesonados renacentistas o mudéjares, techos que se perpetuarán durante toda la colonia. En efecto, los constructores, después de los primeros terremotos comprendieron que las bóvedas góticas eran más aptas para resistir que las pesadas de cañón corrido. En cuanto a los artesonados constituyen siempre un medio de prestigiar el local que recubren y por eso puede decirse que duran en el tiempo.
De todo ese primer siglo de conquista, los edificios más importantes que aún están en pie -aunque a veces deformados- son las catedrales colombianas de Tunja y de Cartagena de Indias y las iglesias quiteñas.Véase el caso de estas últimas. El convento de San Francisco de Quito posee una enorme superficie, lo que le permite contar con trece claustros, tres iglesias, un colegio y otras dependencias. La iglesia principal es obra de un flamenco, Fray Jodoco Ricke, que evidentemente se apoyó en modelos tomados de Serlio que interpretó de manera nórdica. En el interior, la iglesia contaba con un magnífico arteso-nado mudéjar de maderas incrustadas formando polígonos estrellados. Un incendio en el siglo XVIII la privó de ese adorno, que sólo se salvó en parte: sobre el coro y el crucero. Su vecina y rival, la iglesia de Santo Domingo (totalmente estropeada por "arreglos" modernos), posee también otro artesonado mudéjar en la nave; finalmente, la de San Agustín se enorgullece de una soberbia bóveda de crucería sobre el coro.
Así como el siglo XVII constituía una época casi de receso en México, ese mismo siglo representa el gran auge arquitectónico del Virreinato del Perú. Varias ciudades se destacan entonces claramente: Lima, el Cuzco, Arequipa, Trujillo, Ayacucho, en el Perú actual; La Paz, Sucre, Potosí y Cochabamba, en Bolivia. Como siempre, la arquitectura religiosa domina de lejos a la civil, que no puede competir con ella.
En Lima se rehacen o se terminan obras comenzadas el siglo anterior. La ciudad cuenta ya entonces con grandes construcciones como la catedral y los enormes conventos de San Francisco, Santo Domingo, San Agustín, La Merced y La Compañía. Al igual que en el resto de la América hispana se encuentra aquí un curioso problema. Las plantas y elevaciones de estos edificios son tradicionales y bastante poco imaginativas: nave única con capillas entre los contrafuertes o cruz latina con cúpula en el crucero. La significación está dada principalmente al exterior por el portal, lo alto de las torres o la semiesfera de la cúpula. En el interior, en cambio, ese efecto está exclusivamente a cargo del mobiliario: sillerías del coro, pulpitos y, sobre todo, la serie siempre variada de los gigantescos retablos, que son a veces oscuros, pero, en general, dorados y policromados.
El gran vuelco en la arquitectura que va a proli-ferar por todo el altiplano desde Arequipa a Puno, está marcado por la construcción de la iglesia de La Compañía después del gran terremoto de 1650 que destruyó prácticamente la ciudad de Cuzco. En ese templo, otro flamenco de genio, el Padre Egidiano (Gilíes en realidad) va a poder ejercer su talento, creando así el "modelo" ideal -interior y exterior- de una iglesia culta a gran programa (1651-1668).
Arriesgándose a una mayor altura en la nave y las torres, practicando una elegante cúpula sobre tambor, inventando en la fachada un gran arco trilobulado bajo el cual se desarrolla una especie de "retablo exterior" y en las torres unos remates bien diseñados, Egidiano se nos impone no sólo como un gran arquitecto: su obra es la "cabeza de serie" en Cuzco y en toda su región. En la ciudad misma: La Merced, San Sebastián, San Pedro repiten con mayor o menor fortuna el esquema de La Compañía. A lo lejos, lo mismo ocurre en Arequipa, en Puno. Si en América del Sur el siglo XVII es el inventivo, el siguiente concentra, sin embargo, mucho mayor volumen de edificación. Lima, destruida a su vez por el terremoto de 1746 como no lo había sido nunca hasta entonces, va a ser reedificada -tal como era- por el Virrey, conde de Superunda, en un material tradicional ligero: la quincha, conglomerado de cañas, barro y cal que sirve para construir tabiques y techos. Salvo el elemento de "sengaño" que esto supone hay que convenir que las formas en sí mismas continúan su desarrollo normal como si fueran de ladrillo.
De estas reconstrucciones quizás el mejor ejemplo -en su totalidad- sea el convento de San Francisco. En cambio, el interior más rico, más variado por la calidad intrínseca de sus retablos fabulosos es, sin duda, el de la iglesia de San Pedro, que forma parte del convento de los jesuitas. Siempre sin salir de Lima y en el mismo siglo XVIII hay que anotar que el más suntuoso palacio urbano de toda Sudamérica es el llamado de Torre Tagle, siempre gallardamente en pie.
En el mismo Perú habría que mencionar a la ciudad de Arequipa, edificada en una piedra volcánica blanca, fácil de tallar, lo que da una arquitectura funcional de bóvedas, con detalles decorativos donde se puede ver cierta influencia indígena. Sin olvidar a Puno, con su catedral toda en granito rosa a cuatro mil metros de altura a orillas del Titicaca, elevada por la munificencia de un minero agradecido.
En los países al norte de Perú, hay que recordar la severa catedral neoclásica de Bogotá, la iglesia de San Francisco en Popayán y el castillo de San Felipe de Barajas, en Cartagena de Indias, la más imponente obra de ingeniería militar de todo el período colonial en el Nuevo Mundo. Uno de los más perfectos y unitarios templos de América -puramente europeo por otra parte- es la iglesia de La Compañía, en Quito: fachada refinadísima de un italiano; interiores copiados de San Ignacio de Roma, interpretados en madera dorada y pintada de rojo por ebanistas tiroleses.
En los países al sur de Perú habría que citar, en fin, la serie estupenda de iglesias del lago Titicaca, segunda floración de las del siglo XVI. En La Paz: San Francisco y el palacio de Diez de Medina (hoy Museo); en Sucre: San Felipe Neri; en Potosí: la desaparecida Compañía (de la que queda un curioso campanario) y San Lorenzo. Allí mismo y como ejemplo civil -muy retocado hoy- se encuentra La Moneda, donde se acuñaba el metal del Cerro y que es, indudablemente, después de las fortificaciones de Cartagena de Indias el mayor edificio laico de América del Sur.
El resto siempre ha sido más pobre. De la actual Argentina apenas si merecen recordarse la catedral de Córdoba y las Misiones jesuíticas de los guaraníes.
En el Paraguay: otras Misiones o Reducciones fundadas por la Compañía de Jesús (siempre interesantes urbanísticamente) y la extraña serie de iglesias en madera, como Yaguarón, en donde los constructores han vuelto a inventar el prototipo del templo dórico primitivo: sala rectangular cubierta por un techo a dos aguas que sirve para cubrir la celia y la galería de postes que rodea a toda la nave.
En cuanto a Brasil, dos episodios principales explican su arquitectura colonial. Uno tuvo lugar desde el siglo XVI al XVIII en el Nordeste: Recife, Olinda, San Salvador (Bahía) y Río de Janeiro. Allí, la influencia portuguesa es directa: no sólo se importa la mano de obra, sino hasta los materiales de construcción, la pecha Hoz que venía como lastre en la bodega de los buques. Al principio, las iglesias son modestísimas. En Bahía, en el siglo XVII, los jesuítas empiezan en 1657 las obras de su convento. La que fue su iglesia es hoy catedral de la ciudad: extraño y sobrio edificio con una bóveda a casetones realizada en madera que finge la mampostería. Más sinceros, en la misma ciudad, resultan los conventos de Santa Teresa (inaugurado en 1697) y el de San Francisco (1708-1723). Este último -muy italianizante- es un milagro de gracia y proporción, sobre todo por su claustro aéreo, blanco de cal, con un soberbio zócalo de azulejos y columnas de piedra ocre. El interior es literalmente la "gruta" dorada, sin un solo vacío. Este mismo tipo de decoración recibió también hacia esa época la iglesia del viejo convento (1590) de San Benito, en Río de Janeiro. Esta ciudad, que después de Bahía fue capital durante varios siglos, posee aún soberbias iglesias del siglo XVIII: la Candelaria, la iglesia del Carmen. En Recife, una gran iglesia característica es San Antonio. La más lujosa del siglo XVIII es otra, la de San Pedro de los Clérigos: toda en curvas y con ese carácter profano, típico de la arquitectura barroca lusobrasileña; en su interior se llega en cambio a una especie de rococó afrancesado.
Con el descubrimiento tardío de las minas de oro y de diamantes en la región central del interior de las tierras -en portugués Minas Gerais-, la arquitectura brasileña del siglo XVIII iba a tomar nuevo impulso. La ciudad principal de la región es también otra vez una ciudad minera: Ouro Preto.
Si bien en un principio la arquitectura de Ouro Preto conserva ciertos principios de rigidez que pueden verse aún en el Palacio de Gobierno, de José Pinto Alpoim y Manuel Francisco Lisboa (arquitecto portugués y padre del futuro Aleijadinho), en la Santa Casa de Misericordia y en el Carmen, obra de Lisboa padre, las formas se dinamizan y se enriquecen -como en la Galicia española o el norte de Portugal- con soluciones curvas. Esto produce iglesias de plantas complejas en elipses combinadas y con dos corredores (que también existían en el Nordeste tardío), que llevan de la calle hasta la sacristía sin pasar por la nave única. Aquí se hace notable también el carácter "civil" de toda esta arquitectura: los edificios de culto se presentan como grandes casas ornadas de escudos, de balcones.
El mayor esplendor se debe, sin embargo, a la actividad de Antonio Francisco Lisboa (1730-1814), más conocido por el Aleijadinho, mulato hijo de Manuel Francisco y de una negra. El Aleijadinho es, sin duda, el escultor y arquitecto más genial nacido en esa parte de América en todo el transcurso del siglo XVIII. En esta región de Minas Gerais -Sabara, San Juan del Rey- parece ser el autor de graciosas y equilibradas iglesias. En Congonhas do Campo se encuentra como escultor de los "pasos" de un Calvario, pero, sobre todo, de esos doce famosos profetas que constituyen hoy lo más conocido de su arte. Su obra maestra es San Francisco de Ouro Preto, en que todo da la impresión de ser de él, desde la planta resuelta en curvas hasta el medallón finísimo en piedra gris (pedra savao) del centro de la fachada. Otro artista importante es Manuel Francisco de Araujo, arquitecto del Rosario de Ouro Preto y de San Pedro en la vecina ciudad de Mariana.


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